¿Puedo jugar? (II)

―Buenos días papá ―Y abrazó a su padre con mucha efusividad―. Buenos días mamá ―dijo desde la distancia, sin apenas acercarse.

―Buenos días ―murmuró ella sin levantar la vista de su punto fijo.

Su padre lo alzó en alto y, cogiéndole en brazos, se dirigieron a la cocina a prepararse el desayuno. Le dejaron un vaso de leche y una tostada preparada a mamá. Posiblemente se lo tomaría frío o acabaría en la basura. Quién sabe.

En la habitación, y tras mucho meditar, el niño se armó de valor y lanzó una bomba a su padre.

―Papá, cuando mi hermanito se fue al cielo, ¿se llevó también a mamá?

Él se quedó helado, no sabía qué responder y tuvo que meditar mucho la respuesta. Mientras, en la otra parte de la casa, comenzaron a brotar las lágrimas que salieron de los ojos hasta acabar sobre el pantalón del pijama. 

―No cariño, mamá está aquí. ―comenzó a explicar su padre.

―Sí papá, ya la veo, pero ya no se ríe, ya no me cuenta cuentos, ya no bailamos, ya no jugamos,… es como si no estuviera aunque la veo ―interrumpió el niño.

Su padre notaba como su corazón y su estómago se encogían. Le dolía. Él también había sufrido, también sufría, pero se guardó las lágrimas y la tristeza para sus momentos de soledad. Se armó de valor para explicarle a su hijo de cuatro años dónde estaba su mamá.

―Cariño, mamá está triste y tenemos que esperar a que se recupere.

―La echo mucho de menos. ―dijo el pequeño.

―Yo también, cariño, yo también. ―añadió él abrazando a su hijo.

Ella, en el salón, cerró los ojos pero no pudo evitar que las lágrimas siguieran brotando de sus ojos. Respiró profundamente, levantó la vista de nuevo. Se vio reflejada en un espejo que había colgado en una de las paredes y no se encontró. Aquello que reflejaba era una mujer demacrada, agotada y triste. Ella no era así, al menos no lo era antes. Se miró las manos, y con esa piel áspera y abandonada comenzó a tocarse la cara. Comenzó por los pómulos y bajó hacia la boca. Cerró los ojos y se limpió los restos de lágrimas que quedaban alrededor. Se acarició el pelo descuidado y enredado e intentó pasar los dedos a través de él. Se miró la ropa. Un mismo pijama le había acompañado los últimos tres meses. Ni siquiera se había preocupado en cambiarlo. Observó a su alrededor y vio algunas fotos de los tres. Estaban felices, sonriendo y no importaba nada más que ellos.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se dirigió al cuarto de baño, se desvistió y se metió en la ducha. La sensación del agua cayendo sobre su cuerpo le devolvió al presente, aquí y ahora. 

Se miró de nuevo al espejo. Las oscuras ojeras seguían ahí, pero sabía que le iban a acompañar una larga temporada más. Su pelo estaba suave al igual que su piel, que desprendía un brillo diferente. Le costaba mostrar su sonrisa, pero iba a intentarlo. Y cuando estuvo preparada, se dirigió a la habitación de su hijo. Los vio a los dos sentados en el suelo rodeados de juguetes. No se habían percatado de que estaba allí. Ella se apoyó sobre el quicio de la puerta y les observó durante un corto periodo de tiempo mientras mantenía una lucha interna entre quedarse donde estaba o volver al sillón donde pasaba todo el día. Finalmente, se armó de valor y preguntó:

―¿Puedo jugar? 

¿Puedo jugar? (I)

Abrió los ojos. Todavía era de noche. El cuerpo le pesaba en exceso, como cada día. Se movió como pudo y alargó el brazo para alcanzar su teléfono móvil. Tocó la pantalla hasta que se iluminó y pudo comprobar que eran las 5:23. «Vaya» pensó «hoy he dormido más de 4 horas seguidas». Todo un logro para ella, aunque no fuera consciente de ello. Hacía meses que arrastraba serios problemas para conciliar el sueño y ni las pastillas le ayudaban. El cansancio se iba acumulando poco a poco en su cuerpo e iba robando espacio a la tristeza.

Se incorporó muy lentamente hasta que consiguió ponerse en pie y fue directa al baño. Al observar su reflejo en el espejo observó las densas ojeras, cada vez más oscuras que iban pintando su cara como un lienzo. Se lavó la cara con agua muy fría. A pesar del invierno, no había perdido esa costumbre. Era la única manera de devolverla a la tierra, aunque hacía algunos meses que su alma había huido y la había dejado de cuerpo presente. 

Fue a la cocina, abrió uno de los armarios hasta encontrar sus pastillas. Se tomó una que empujó hacia el estómago con un vaso de agua. Sin encender ninguna luz, se sentó en el sofá situado junto a una ventana y observó el cielo hasta que comenzaron a distinguirse los primeros rayos de sol. Poco a poco el salón comenzó a iluminarse y eso indicaba la llegada de un nuevo día. Uno más. Uno menos. Según como se mire. No se había movido de esa posición cuando comenzó a escuchar ruidos en su habitación. Sin embargo, ella no alteró su postura, continuó observado ese punto fijo que había elegido y que en ocasiones le impedía pestañear. Escuchó una voz cercana:

―Buenos días cariño, ¿a qué hora te has despertado hoy?

―A las 5:30 ―Ella ni siquiera le miró. 

―Bueno, has dormido algo más de 4 horas. Vamos mejorando ―dijo él muy positivo.

―Sí.

―Igual las pastillas están comenzando a hacer efecto.

―Sí.

En ese momento, un tercer inquilino hizo acto de presencia en el salón.

(Continúa…)

Influencer

Llevaba horas preparando las maletas. Viajaba a París por trabajo y tenía que cuidar minuciosamente su imagen. Le esperaba una semana repleta de eventos, desfiles de moda y varios photoshoots promocionales. Cualquier adolescente estaría encantada de ponerse en su lugar. Era una privilegiada, o eso pensaba el resto de la sociedad. Pero su profesión no le permitía queja alguna. Nadie imagina lo difícil que es mostrar el lado bonito de la vida cuando estás rota por dentro. Se situó frente al espejo vestida con un look muy casual acompañada de su equipaje y se hizo un selfie. Tras un pequeño retoque, la subió a instagram junto con un buen puñado de hashtags. Los likes y comentarios no cesaron. Uno le llamó especialmente la atención: ‘Qué suerte tienes, ojalá fuera tú’. Ella respondió: ‘No es oro todo lo que reluce’. Acto seguido un aluvión de críticas sacudieron su teléfono y su cuerpo. Lloró. Lloró muchísimo. Cuando estuvo vacía de lágrimas, cogió el móvil, eligió un filtro que le borrara las penas que colgaban de su rostro y se hizo una nueva foto. Esta vez la subió a su instagram stories con el texto ‘París, espérame que voy’.

Cliente insatisfecho

Permanecía inmóvil en aquella incómoda silla, a pesar de la sangre que le caía a través de la comisura de los labios. Esos labios carnosos que hacía apenas unas horas estaban trabajando. Recibió un nuevo golpe, esta vez en el costado. Quizá ya tenía un hueso roto. Ella sin embargo no emitía ningún sonido, ninguna queja, nada. Solo permanecía a la espera del siguiente. ¿Cuál había sido su pecado? La insatisfacción de un cliente. Eso había provocado el enfado del Jeque y decidiera darle una paliza para escarmentarla. No era la primera vez que la castigaba, pero quizá fuera la última y eso la llenaba de felicidad. Tras una fuerte embestida en el oído derecho levantó la vista. Sus miradas se cruzaron por primera vez. Ella escupió sangre, él se crujió los dedos uno a uno. Se estaba preparando, ambos lo sabían. Ella le sonrió dejando a la vista sus dientes rojos. El Jeque levantó su mano derecha y la golpeó con tal violencia que le hizo caer al suelo. La levantó y la volvió a colocar en su posición inicial. Esta vez fue él quien sonrió mostrando su colección de dientes de oro. Se preparó para el golpe final.

El último café

Las costumbres adquiridas a lo largo de los años era difícil perderlas. O eso pensaba Gaspar, que siempre desayunaba un café con leche muy caliente acompañado de una tostada con queso mientras leía el periódico. Era metódico y cuadriculado y todo ello casaba perfectamente en su puesto de director financiero en una gran empresa.

Dejó de parpadear al tiempo que derramaba el café sobre sus pantalones. Ese titular le había dejado en shock.

Comenzó a abrir cajones y a sacar papeles. Rompía algunos, otros los reservaba. El teléfono sonó y respondió con brusquedad. 

-Sí, lo he visto. Nos largamos.

Colgó sin esperar respuesta. Una décima de segundo más tarde escuchó tres enérgicos golpes en la puerta. Dio un paso atrás cerciorándose de que había llegado el final. En ese momento, la puerta se vino abajo dejando entrar a un puñado de policías y guardias civiles.

-Está usted detenido.

Relato finalista al concurso Café Maurice (17). Léelos todos AQUÍ.

Buenos días

Hay días en los que no me levanto. Mis piernas sí, flotan suavemente sobre el suelo frío de la habitación dirigiéndose lentamente hacia el cuarto de baño. Pero mi cerebro sigue en la cama, dormido junto al corazón. Abrazándose en posición fetal, haciendo la cucharita. Y se está tan bien… que maldigo al despertador por partir mi cuerpo en dos. Por dejar que mis pensamientos y mi alma descansen solos sobre un colchón. Por dejar que mi cuerpo camine como zombie por la casa. Hay días que sería preferible no despertarse. Quedarse durmiendo 48 o 72 horas tampoco debería suponer una penalización en el estatus de persona cuerda. Pero, ¿quién dijo que soy normal? Si vivo en un manicomio a las afueras de la ciudad.

La chica del vestido rojo

Mi reloj marca las diez y media y como cada día paramos un rato nuestra faena para descansar y reponer fuerzas.

-Eh tú, universitario, ¿te vienes al bar? – me pregunta uno de mis compañeros.

-¿Este? ¿El bohemio? ¡qué se va a venir! – responde por mi otro de ellos.

Todos bajan las escaleras y yo en cambio subo al último piso del edificio y me siento junto a la ventana que da al este. A esa hora aún asoma el sol y no es demasiado caliente. Saco mi tupper de fruta y un libro. En esta ventana he leído a Dicker, Mola, Orwell, Montero, Lorca, Benedetti entre muchos otro. Y desde aquí la veo. A ELLA. A esa hora sale a su pequeño balcón a leer. La primera vez que la vi no pude dejar de mirarla. Llevaba un vestido rojo, largo, que bailaba al compás del viento que soplaba creando un espectáculo visual absolutamente maravilloso. Su pelo, largo y negro, seguía los pasos del vestido mientras ella trataba de domarlo. Era imposible no quedarse prendado ante tal escena. Desde entonces la observo y juego a adivinar el libro que se está leyendo. Y contemplo cómo sus manos acarician el libro con delicadeza mientras pasa las páginas con tal mimo que hace que se me erice la piel. En ocasiones se levanta para estirar su cuerpo y se queda mirando por el balcón unos pocos minutos. He sentido la tentación de llamarla más de una vez, pero la timidez me absorbe el pensamiento y no me deja materializar la novela sobre nosotros que ya he escrito en mi mente. El día que llevé conmigo ‘Crónica del desamor’ de Rosa Montero vi que habíamos coincido y comenzábamos una aventura juntos. Me hubiera gustado comentar la historia de las mujeres que aparecen en ese libro, pero me conformé con escribir nuestros diálogos y añadirlos a nuestra novela. Un día apareció con ‘Veinte poema de amor y una canción desesperada’ de Pablo Neruda y esa misma tarde pasé por mi librería a comprarlo. Desde entonces el poema 12 pasó a llamarse ‘La chica del vestido rojo’. ‘Algún día te lo recitaré al oído’ le digo.

“Para mi corazón basta tu pecho,

para tu libertad bastan mis alas.

Desde mi boca llegará hasta el cielo

lo que estaba dormido sobre tu alma.

Es en ti la ilusión de cada día.

Llegas como el rocío a las corolas.

Socavas el horizonte con tu ausencia.

Eternamente en fuga como la ola.

He dicho que cantabas en el viento

como los pinos y como los mástiles.

Como ellos eres alta y taciturna.

Y entristeces de pronto como un viaje.

Acogedora como un viejo camino.

Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

Yo desperté y a veces emigran y huyen

pájaros que dormían en tu alma.”

Único culpable

Le aparté el pelo mientras ella vomitaba. No era la primera vez que nos encontrábamos en aquella misma situación. Achacaba al estrés el hecho de que en ciertas ocasiones tuviera crisis de ansiedad tan fuertes que le provocaba vómitos de sangre acompañados de mareos. Pero yo sabía que había algo más. No quería presionarla, solo quería mostrarme cercana a ella. Estar a su lado hasta que estuviera segura para revelarme qué sucedía. Cuando hubo terminado y se sintió un poco mejor, le propuse salir a la calle a que nos diera el aire. Eso le vendría bien.

Nos sentamos en el banco que había a la salida. Yo simplemente le puse mi mano sobre su pierna en señal de cariño y demostrarle que seguiría ahí a su lado. Hasta que decidiera hablar. Las dos mirábamos de frente y estuvimos un buen rato en silencio. Normalmente esto era lo que sucedía, y tras varios minutos en la misma posición, regresábamos a clase. Pero esta vez fue diferente.

-Cuando tenía nueve años mis padres se separaron. – comenzó – mi madre se casó con un hombre más mayor, que tenía un hijo cinco años más mayor que yo. Mi padre no quiso saber nada de mi. – giré la cara hacia ella para observarla pero ella seguía con la mirada al frente, perdida. – Mi madre comenzó a trabajar en un bar y casi todas las tarde estaba en casa sola con el novio de mi madre y su hijo. Un día, mientras me duchaba escuché cómo se abría la puerta del baño y al correr la cortina los ví mirándome. Me tapé con la cortina como pude pero ellos seguían mirándome y sonriendo. No dijeron nada y se fueron.

Ví como sus lágrimas empezaban a brotar de sus ojos pero su voz no se quebraba.

-Empecé a tener miedo de quedarme sola con ellos, pero mi madre se ausentaba todas las tardes y llegaba a la hora de cenar. – continuó – Otra tarde estaba en mi habitación preparada para ponerme el pijama y los dos entraron sin llamar. Me obligaron a desnudarme delante de ellos y me tocaron. No llegó a más porque la hora de la llegada de mi madre estaba cerca. Tenía once años, no sabía qué hacer. ¿Y si no me creía nadie? ¿Y si mi madre se ponía del lado de esas dos bestias?. Comencé a usar el cerrojo en todas las puertas de casa. Pero una vez, en el baño me descuidé. Entraron y me golpearon. En el suelo me quitaron la ropa y cuando estuve desnuda me obligaron a que les chupara… la polla… y luego me violaron los dos, un rato cada uno. Yo no dejaba de gritar, pero ellos seguían entre risas hasta que descargaron todo sobre mi. Cuando terminaron se fueron y me quedé tirada sobre el suelo. Me sentí sucia y sola. No tenía a nadie. En la ducha rasqué mi cuerpo hasta que casi salió sangre. Quería quitarme el olor y el recuerdo de esas dos bestias sobre mí. A los dos días se lo conté a mi madre y ¿sabes lo que me dijo?

Y esta vez se giró hacia mí, tenía los ojos rojos llenos de lágrimas. Yo respondí que no con la cabeza y ella contestó:

-Me dijo que la culpa era mía, por pasearme en bragas por casa, que les iba provocando y que debería ser más recatada. Me violaron más veces, algunas juntos, otras por separado y mi madre lo sabía. Hace dos años me fui de casa y ahora vivo con mis tíos. A veces me llaman y me amenazan que volverán a por mí y cada vez que ocurre vuelven los ataques de ansiedad. Yo solo quiero que me dejen en paz. Que me dejen vivir.

Con el corazón encogido la abracé fuerte y le dije que iba a estar a su lado, que no importaba la ropa, que no importaban las palabras y sobretodo, que en una violación, el único culpable es el violador.   

El otro cuento

Y tras enfrentarse a dragones y orcos,

Por fin llegó a la torre del castillo

Donde debía darle un beso

Al amor de su vida y así romper el hechizo

Se acercó lentamente,

Juntó los labios con los suyos y dijo:

-Despierta, príncipe, que hay mucho mundo por recorrer.

Conversaciones en el ascensor (III)

Cerré la puerta con fuerza y llamé al ascensor. Eran las seis y cuarto de la tarde y la clase empezaba a las seis y media. Por fin llegaría a tiempo y el monitor no me lo echaría en cara. Siempre llego tarde a todos lados. Hasta a mi clase de spinning. Y el monitor, un portugués de casi dos metros, se metía conmigo cada día. Me llamaba ‘la chica de las medias clases’. Al principio pensaba que estaba ligando conmigo, pero cuando le vi una noche comiéndole la boca a un rubio macizorro comprendí que realmente me tenía manía. Y no le culpo. No debe ser agradable comenzar una clase y que la interrumpan cuando llevas diez o quince minutos de subida intensa encima de la bicicleta. Y sobretodo, que siempre sea la misma persona, o sea yo, la que lo haga. Hoy me ganaría un elogio por su parte y lo estaba deseando.

Entré al ascensor y pulsé el cero. En cuanto las puertas comenzaron a cerrarse… ‘JODER, LAS CALAS’. Dejé la mochila en el suelo y comencé a abrir todos los bolsillos. ‘Por favor, que mis zapatillas de spinning estén aquí dentro, por favor, por favor’. Me decía a mi misma mientras sacaba casi todo el contenido de mi bolsa de deporte y lo dejaba sobre el suelo del ascensor. 

No me di cuenta que me había detenido en el cuarto y al abrirse las puertas, ahí estaba él. EL VECINO. Fran:

-¿La influencer está con el cambio de armario?

En ese momento me percaté del caos que había montado en treinta segundos. Mi toalla, bolsa de aseo, ropa de deporte,… y Fran mirándome con esa sonrisa que tanto había echado de menos. Se me olvidó qué estaba buscando. Ah si, mis calas. No sabía qué decir ante semejante panorama. Le miré y añadí:

-Pues que he olvidado mis zapatillas de spinning – mientras lo confesaba metí todo de nuevo en la mochila y me ponía de pie, a su altura – Y voy a tener que subir de nuevo.

-Si quieres te acompaño y te ayudo a buscar – dijo con voz muy sexy mientras a mi se me mojaban las bragas. Se acercó a mí y me susurró al oído – Si has montado todo esto en un momento aquí, no me puedo imaginar como estará tu casa.

Notaba como su respiración golpeaba mis labios. Me estaba poniendo cada vez más nerviosa.

-Soy una chica muy ordenada, aunque no lo parezca. -conseguí decir.

-Y muy cuidadosa, ¿aún conservas tu sudadera de Cobi? – Me dijo mientras se acercaba más a mi. A nuestras bocas les separaba menos de un palmo y yo estaba deseando morder esos carnosos labios.

-La tengo guardada para una ocasión especial – Y esta vez fui yo la que me acerqué a él mientras le mostraba media sonrisa picarona.

-Muero por quitártela – Me dijo muy bajito al oído mientras me pasaba su mano por la espalda acercándome a él. Estábamos tan cerca que entre nosotros no cabía ni una hoja de papel. Nos miramos una décima de segundo y sin pensarlo dos veces nos buscamos los labios con ansia. Fue un beso húmedo. Muy húmedo. Nuestras lenguas jugaron mientras mis braguitas se empapaban. Empecé a notar su erección cuando el ascensor se detuvo en la planta baja. Mientras las puertas se abrían, nosotros nos separamos. El aguantó la puerta con los pies sin apartar la vista de mi. Habíamos dejado de comernos con la boca pero seguíamos comiéndonos con la mirada.

-¿Estás segura de que no quieres que te acompañe a buscar tus zapatillas?

Le dije que sí con la cabeza aunque lo único que quería era volver a morder esos labios. ¿Por qué este ascensor es tan rápido? 

-Sigo sin saber tu nombre – me preguntó

-Ya te lo dije, tú pones el vino y yo a Cobi y hacemos las presentaciones oficiales.

-El vino hace meses que lo tengo preparado. Pero no voy a esperar a volver a coincidir contigo en el ascensor. Si hace falta llamaré puerta por puerta hasta que me abras. 

-Te estaré esperando.

Y con esa frase llena de ansia y deseo nos despedimos. La puerta se cerró y el ascensor comenzó a elevarse. Mi corazón aún seguía latiendo con fuerza. Joder con el vecino, consigue poner patas arriba mi caótica vida, con lo tranquila que estoy con en mi caos.

Entré a casa, metí las zapatillas en la mochila y me cambié la ropa interior. Miré el reloj y ¡mierda, otra vez iba a llegar tarde al gimnasio!