Te comí los labios
Saboreando la sal
Que dejaban tus lágrimas
Y al despegarnos,
Tu sonrisa bailaba
Al compás de tus ojos
Y el silencio se interrumpió
Con varios ‘tequieros’
Traídos por el eco
De nuestras pieles.
Te comí los labios
Saboreando la sal
Que dejaban tus lágrimas
Y al despegarnos,
Tu sonrisa bailaba
Al compás de tus ojos
Y el silencio se interrumpió
Con varios ‘tequieros’
Traídos por el eco
De nuestras pieles.
Aunque la iluminación no fue la que más me gustaba, hacía tiempo que tenía en mente estas fotos. Las hago con mando a distancia. Lo bueno de esto es la naturalidad, ‘sale lo que hay’. Lo malo es que no puedes corregir errores al momento, ‘este pie mejor cruzaló’, ‘el mechón de pelo te tapa la cara’ o ‘esa arruga en la blusa queda algo extraña’. Pero bueno, los autorretratos son así.
Ese momento de soledad
Cuando escuchas LA canción
Esa que hace que el mundo se pare
Pero tu mundo se ponga patas arriba
Esa que hace que te olvides de TODO
Y no pienses en NADA
Esa que hace que tu corazón se acelere
Y los pies te duelan al saltar
Y la garganta te duela de gritar
Porque a veces es bueno volverse loco
Sin que nadie nos vea
Porque ese estado de locura transitoria
Hace que estemos cuerdos el resto del día
Se despertó, y como un acto reflejo, cogió el móvil y empezó a navegar entre sus perfiles de las redes sociales. Yo estaba acostada a su lado. Seguía durmiendo, o al menos, lo intentaba. Estaba acostumbrada a madrugar mucho y los fines de semana, a pesar de que lo intentaba, me despertaba prácticamente a la misma hora. Él decidió que ya era hora de levantarse y yo me hice un poco la remolona, tratando de apurar al máximo el tiempo en la cama. Conectó el móvil al altavoz. Me preguntaba qué música pondría. Cada día era distinto. ¿Música clásica? ¿Extremoduro?¿La banda sonora de Piratas del Caribe? Pero esta vez me sorprendió.
Estaba en el coche, medio acostada, con las piernas prácticamente encima de mi hermana. Ya casi habíamos llegado. El almacén de Tono se divisaba a lo lejos y a mi izquierda observaba a los niños y las niñas jugando en los campos mientras los padres tomaban algo fresco en el bar de la piscina. Atravesamos la calle principal hasta llegar a una pequeña plaza donde mi padre aparcó el coche.
Abrimos la puerta y salimos corriendo. Como siempre la puerta de casa estaba abierta. En cuanto cruzamos el descansillo la música me envolvió. Sonaba en toda la casa. La zarzuela comenzó a recorrer cada poro de mi piel y sonreí con alegría. Cuando abrí la puerta que separaba la entrada del comedor, allí lo encontré. Paseando de arriba a abajo con los brazos cogidos detrás de la espalda y respirando cada nota que sonaba por todos los altavoces de la casa. No nos oyó entrar. ¿Cómo iba a hacerlo? Si allí debían de superarse el máximo de decibelios permitido en una vivienda. En ese momento se giró y nos vio allí plantadas. Su cara cambió mostrando una enorme sonrisa mientras abría sus brazos lo máximo que podía. Como siempre empezó a patalear suavemente, se agachó para ponerse a nuestra altura y emitió el sonido ‘ta ta ta ta’ esperando a que nos abalanzáramos sobre él y nos fundiéramos en un fuerte abrazo. Y eso fue lo que realmente ocurrió.
Mientras permanecimos abrazados me dijo:
-La abuela está en la cocina, preparando la comida.
-¿Y qué hay para comer?
-¿Tú que crees?
Y salí pitando camino a la cocina, donde se encontraba mi abuela, con un delantal cosido por ella mientras canturreaba alguna de las canciones que sonaban. Me asomé al horno y lo vi y no pude más que emitir un grito de alegría y abalanzarme sobre mi abuela para darle el más fuerte de los abrazos y besos.
-Pero si a ti no te gusta el arroz al horno. – Me dijo con guasa.
Sobre la mesa había una tarta de Santiago, que por lo caliente del molde, debía de estar recién hecha. Mientras observaba toda la cocina, mi abuela me pidió que le trajera un brick de leche. Volví a cruzar el comedor donde mi padre hablaba con mi abuelo al tiempo que éste bajaba el volumen de la música. Cuando llegué a la despensa que estaba situada bajo la escalera encendí la luz. Desde allí apenas se escuchaba la zarzuela…
-Oye cariño, ¿te vas a levantar hoy? El café se enfría.
-Si si, ya voy.
-¿Qué tienes pensado que hagamos hoy para comer?
-Arroz al horno. Y voy a hacer una tarta de Santiago de postre.
Hace tiempo me compré un gadget para la cámara que apenas había probado. Son una especie de ‘lupas’ para hacer fotos macro. Estos días en casa he estado haciendo fotos a los superzings (unos juguetes pequeñines) y los coches de Cars. También jugué con los parámetros de la cámara y cambiar la profundidad de campo. Aquí una muestra 🙂
Nos dimos
besos de paso.
De esos que emigran
al acabar la estación.
De esos que hibernan
al llegar el calor.
Besos de pasión fugaz.
De esos que se van.
De los que no vuelven.
Pero quedan tatuados
a fuego en nuestras pieles.
-Hola.
-Hola.
Esas fueron nuestras primeras palabras tras una semana sin saber nada el uno del otro. Fueron unos pocos segundos el tiempo que nos mantuvimos la mirada. Unos pocos segundos que se alargaron en el tiempo pareciendo largos minutos. Sus ojos azules penetraban en los míos de una manera que casi me hacían sentir dolor.
-¿Puedo pasar? – Me preguntó.
-Sí, claro – Y me aparté de la puerta dejando que entrara en la que, hasta hacía una semana había sido su casa.
Cerré la puerta, pero él no pasó más allá del vestíbulo donde se apilaban varias cajas de cartón y un par de maletas.
Crucé los brazos y me encogí, me hice muy pequeñita a su lado. Intentábamos evitar los ojos del otro, pero en ocasiones suponía un esfuerzo sobrehumano. A veces era yo quien le miraba, otras veces era él quién me miraba a mi. No encontrábamos las palabras. Nos vaciamos de ellas aquella noche, cuando estalló la tormenta. Esa que llevaba tiempo vagando por nuestras vidas. Esa tormenta que a veces mostraba algún claro de sol y nos provocaba trazos de confusión e ilusión a partes iguales. Esa tormenta que comenzó a fraguarse con el paso del tiempo y que no supimos esquivar. Hace una semana nos llovió encima y dejamos escapar nuestros miedos y nuestros sentimientos. Esos que, de haber sido compartidos, los hubiéramos enmarcado y guardado en nuestro cofre de tesoros. Pero quisimos almacenarlos y coleccionarlos individualmente y cuando quisimos compartirlos nos los lanzamos a la cara como flechas punzantes intentando provocar más herida en el otro que en uno mismo. Nos fuimos apagando, de eso no había ninguna duda. Pero ninguno de los dos tuvo el valor ni las ganas de prender de nuevo la llama.
Ahora solo nos quedaba terminar con esto con la mayor entereza posible, sin salir heridos, sin rasguños y solo guardando en nuestro cofre los buenos momentos que habíamos compartido durante todo este tiempo.
Le busqué con la mirada y le dediqué una medio sonrisa con la esperanza de que él me la devolviera. Y así lo hizo. Me sentí en paz.
-Espero que todo te vaya muy bien, a pesar de todo eres y siempre serás una persona muy importante en mi vida – Me dijo sin apartar sus ojos de mi.
-Tú también, cuídate – Y me acerqué a darle un abrazo.
Nos quedamos pegados unos pocos segundos que se alargaron en el tiempo pareciendo largos minutos.
Así éramos. Así fuimos. Habíamos tratado de vivir deprisa, sin pararnos a respirar ni a mirarnos y se nos acabó el tiempo.
Le vi marcharse, y cuando cerré la puerta comencé a llorar. Lloraban mis ojos, mi corazón y todas y cada una de mis heridas. Pero sabía que a partir de ese día comenzarían a cicatrizar.
Los colores y el mar, qué bonita combinación al amanecer.
Quisimos hacer magia de nuestros besos
y conjugamos nuestros versos
en pasado perfecto.
Abrazamos la vida siguiendo el camino
y conjugamos nuestros cuerpos
en presente continuo.
Miramos las estrellas cogidos de la mano
y conjugamos nuestros sueños
en futuro incierto.
En primera persona del plural.
Lucía me miró con esos inmensos ojos marrones que tanto me gustan y que estaban más tristes que de costumbre. Nos conocimos hace muchos años, por casualidad. Ambos habíamos estudiado un par de veranos en el extranjero y nos apuntamos a un curso de inglés para preparar el First. Teníamos 16 años por aquel entonces. Éramos muy jóvenes y teníamos una mochila de sueños que rebosaba por los cuatro costados. Solo nos veíamos los martes y los jueves, de 17 a 19, pero pronto comenzamos a estirar el tiempo. Nos tomábamos un batido al terminar la clase en una pequeña cafetería situada a dos calles de la academia. O simplemente nos sentábamos en una plaza cercana y conversábamos durante horas. Luego volvíamos paseando a casa y buscábamos motivos para vernos fuera del horario de clases. En aquellos tiempos sin pantallas, nos mirábamos a los ojos cuando nos hablábamos y observábamos los movimientos del otro que acompañaban cada una de nuestras palabras. Nos sabíamos de memoria. Cuando Lucía sonreía, se le formaban unos hoyuelos que yo adoraba y ella detestaba. Se ponía terriblemente nerviosa antes de un examen y se estiraba el pelo sin ella ser consciente. Se colgaba siempre la mochila sobre el hombro izquierdo y aseguraba que no sabía andar si se la colgaba del derecho. Desde que nos conocimos no nos hemos separado nunca. Yo fui testigo de su boda y ella será la madrina de mi hijo.
Lucía vino a verme a casa. Aprovechó que Elisa estaba fuera por trabajo, para contarme que estaba pasando una mala época con su marido. Ella conoció a Guillermo en el gimnasio. Puede sonar muy típico, pero así es como ella me lo contó: “Joder, pues no se, yo estaba ahí intentando bajar el asiento de una de las máquinas y Guillermo me vio tan apurada que vino a ayudarme. Luego me dio su teléfono y yo le regalé mis bragas”. Así era mi Lucía.
Lucía y Guillermo se hicieron inseparables y eso me costó más de un enfado. Yo le reprochaba que ya apenas nos veíamos, que ni siquiera hablábamos y sobretodo le dije que la echaba de menos. Supongo que estaba celoso de que no me dedicara el mismo tiempo que antes. Pero Guillermo es un buen tío, están los dos igual de pirados y lo más importante, Lucia sonreía cada vez que me hablaba de él. Mostraba su perfecta dentadura y marcaba sus adorables hoyuelos. Y, aunque algo se encogía dentro de mí, me sentía feliz.
Me contó que llevaban un par de meses distanciados, que no se miraban igual que antes. Que las discusiones habían entrado por la puerta grande y no conseguían alejarlas. Yo le confesé mis miedos. Mi mujer, Elisa, estaba embarazada de cinco meses y habían empezado a florecer en mi muchos temores. Temía perder mi libertad, mi relación de pareja, temía no saber cómo cuidar a un bebé, cómo educarlo. Tenía pánico a mi futuro próximo y no había sido capaz de decírselo a Elisa. Posiblemente era un cobarde, pero a veces la vida te pone piedras en el camino y nos vemos incapaces de rodearlas para seguir el andando.
Lucía se acercó a mí para abrazarme y sus fríos pies rozaron los míos. Joder, estaban congelados. Se puso a horcajadas sobre mi y nos tapó con la sábana blanca que cubría mi cama. La atraje hacia mi y la abracé. Le susurré al oído que todo iba a salir bien, que lo suyo con Guillermo se arreglaría porque era un tipo estupendo y estaban hechos el uno para el otro. Ella me dijo iba a ser el mejor padre del mundo, que es normal estar asustado pero ningún niño nace con manual de instrucciones y que lo bonito de esta etapa era el aprendizaje y el amor.
La atraje hacia mí de nuevo. Nos sonreímos. Ella me acarició la comisura de los labios con el pulgar mientras se mordía el labio. Yo deslicé mi mano por su desnuda espalda a la vez que ella se acercaba a mi para besarme. Al separarse Lucía me preguntó con voz triste porque nuestra historia no funcionó. Yo sin embargo le sonreí, la miré a los ojos y le dije: Lucía, nuestra historia es sempiterna. Y la volví a besar.